Por Antonio De Marcelo Esquivel
Emma buscó en su monedero y lo único que halló fueron sus
llaves y dos pesos. Estaba cansada de no tener dinero, de ganar poco y no haber
quien le ayudara con la niña; así que dispuesta a todo se dirigió al viejo
ropero, con la luna rota, y sacó sus mejores galas, una falda corta, quizá
corta en exceso, una blusa pegada que siempre le chuleaba el dueño de la casa
donde rentaba.
Le hubiera gustado tener unas zapatillas altas, de esas que
usan las mujeres de la calle, pero hacia mucho tiempo que no había calzado
siquiera unos zapatos nuevos.
-En fin, se dijo, -que se le hace, se trabaja con lo que se
tiene.
Para la ropa interior escogió unos calzones que no tenían
hoyos, pues se dijo, ni modo que me desnude y lo primero que vean sean los
chones todos balaceados.
Cuando se hubo puesto toda esa ropa, que más la hacía
parecer indigente que callejera, empezó con el maquillaje, unas chapas, algo de
sombra en los ojos y el carmín en los labios, porque ese debe ser básico si se
quiere llamar la atención, se dijo de nuevo, mientras movía la cabellera, que
ya no tenía brillo, pero si era abundante, -si tuviera dinero me lo cortaba,
pensó, pero solo contaba con dos pesos.
Al empezar a cepillar el cabello su mente se te fue muy,
pero muy atrás en el tiempo, cuando iba a la secundaria y su mamá le hacía una
gruesa trenza que le daba debajo de la cintura, era el orgullo de mamá, sobre
todo cuando la llevaba a la escuela, parecía que crecía al caminar junto a su
hija y que las vecinas le chulearan la gruesa trenza, aunque en la escuela
fuera diferente, porque decían las compañeras -cabello a la cintura naca
segura.
Ella se despeinaba en la hora del recreo, se hacía un chongo
en la coronilla y se metía una pluma o lápiz para que se detuviera, así hasta
la hora de la salida, en que su amiga Brenda le rehacía la trenza para que
llegara a casa casi igual que al entrar, así únicamente tenía que escuchar a
mamá decir: -¿Mira que pelos? parece que anduviste de chiva loca por toda la escuela.
Un ladrido de perros, alguna discusión en la calle la sacó
de sus pensamientos, justo cuando terminó de arreglarse.
Ya estaba lista, si no fuera por esos zapatos viejos que
estaba todos desgastados en la punta, rotos de la suela y con ese jodido clavito
en el talón que insistía en salirse a pesar que ya le había pegado hasta con la
piedra con que atracaba la puerta.
De frente al espejo se admiró mientras sonaba en la mano sus
dos pesos en una mano y en la otra el cepillo.
-Bueno, ya me vestí de puta, estoy dispuesta a lo que sea,
con tal de ganar dinero, se dijo en voz alta, pero casi le sale una carcajada.
-¿Y ahora, qué hago, reparto tarjetas, le digo a mis
vecinos, me pongo un letrero?
-Que pendeja soy, ni para puta sirvo, se dijo, cuando escuchó
lo toquídos en la puerta de madera.
¿Quién es? Preguntó, aunque esto era de más, porque de sobra
sabía ella y quien tocaba que con solo empujar un poco cedería la piedra que le
ponía detrás.
-Soy yo pendeja, se escuchó desde fuera y su cuerpo tembló,
quería correr, esconderse salir por otro lado, negarse, pero ya el visitante
empujaba y entraba como si fuera su casa, en brazos llevaba a la pequeña Emita,
hija de ambos. Al verla vestida de esa
manera él se quedó sin palabras.
Cuando reaccionó le gritó -Que chingaos estas haciendo, te
la pasas jugando, por eso no tienes dinero, a ver para qué te pintaste de
payaso y esa ropa que acaso vas a pedir limosna.
Las palabras le cayeron como filosos cuchillos, no era la
primera vez que Aurelio, el papá de su hija, la insultaba, menospreciaba o
atacaba a golpes, pero no esta vez, que había tomado una decisión.
Entonces se le encaró, lo miró a los ojos y le espetó en la
cara:
-Mira pendejo a mi no me vuelves a insultar, el dejó a la
niña en la cama y apretó el puño, bien
sabía que como otras veces ella terminaría por pedir perdón.
Ya saboreaba el olor a sangre y los lloriqueos de su ahora
ex mujer. No imaginó que de algún lugar ella había sacado valor.
Cuando Aurelio volteo solo percibió un bulto que se
estrellaba contra su rostro, trastabillo y cayó de espalda contra el ropero mientras
su mirada se hacía borrosa, otro golpe se estrelló contra su brazo, porque en
un instinto de defensa lo levantó y el siguiente golpe no le dio en la cabeza a
donde iba dirigido.
Como pudo se puso de pie, solo para mirar que Emma estaba de
pie frente a él con la piedra de la puerta en la mano. Instintivamente su mano
buscó algo y aunque se hizo algunos cortes, por el espejo roto, tomó una hoja
filosa y le hizo frente.
El siguiente encontronazo fue mortal, ella no atinó a darle
en la cabeza, lo miraba a los ojos cuando sintió algo caliente que brotaba de
su pecho, sus ojos se abrieron enormes, no entendía qué pasaba.
Él tampoco supo como fue, solo que al empujar el vidrio este
se hundió como en mantequilla y de pronto ya tenía su puño lleno de la sangre
de ella. Emma poco a poco se fue cayendo entre sus brazos hasta quedar en el
piso.
Asustado por lo ocurrido se limpió la sangre en la abundante
cabellera de ella, tomó a su hija y salió del cuarto.